¿UN NUEVO CICLO DE GUERRA EN COLOMBIA?
 
C Texto de la conferencia


¿Un nuevo ciclo de guerra en Colombia?

 Francisco Gutiérrez Sanín


En e​l primer semestre del 2021, parecería fundamental preguntarse si Colombia está abocada a un nuevo ciclo de conflicto, es decir, a una nueva guerra, una nueva confrontación, después de haber logrado el acuerdo de paz de 2016. Habitualmente hay muchas versiones tranquilizadoras. Eso afortunadamente ha ido pasando. Porque parte del problema es la excesiva confianza, la idea de que en todo caso la paz es irreversible, de que no hay energías ni motivos para llevar a cabo una nueva guerra, y que finalmente, y esto último sí es cierto, el principal desafío en términos militares al Estado ya se desmovilizó, que eran las Farc, la guerrilla con la cual se hicieron los acuerdos del 2016.

Pero esas argumentaciones y esa confianza omiten muchos problemas. Y el libro del cual estoy exponiendo un resumen, pero además adicionándole nuevas cosas, que se llama ¿Un nuevo ciclo de guerra en Colombia?, trata de mostrar cuáles son los puntos débiles de ese exceso de confianza alrededor de la paz. Lo primero que hay que decir es que la paz, sobre todo después de ciclos de conflicto muy prolongados, es intrínsecamente frágil. Eso la literatura internacional lo ha mirado una y otra vez. Y de hecho quizás la principal variable de esas guerras muy largas, Colombia entra en esa categoría, que es un club muy exclusivo, al que pertenecen unos pocos: Afganistán, que ha estado ahorita en los titulares de la prensa; Filipinas, algunos estados de la India; a ese club exclusivo es muy difícil entrar, pero también es muy difícil salir. Y lo que muestra una y otra vez la literatura internacional es que la variable de la duración es uno de los principales factores de peligro para volver a recaer.

Si ponemos esas conclusiones en el contexto colombiano, lo que se encuentra es que nosotros venimos de dos largos ciclos de conflicto. Obviamente las periodizaciones pueden cambiar. Hay debates naturales alrededor de la periodización. Seguramente no haya periodizaciones buenas o malas, sino cómodas o incómodas, y buenas para uno u otro propósito. Una periodización que parece plausible es ver ese periodo que se conoce como la Violencia (con V mayúscula), que los líderes de ambos partidos tradicionales la llamaron una guerra civil no declarada; y después vino ese periodo entre finales de los sesenta y los ochenta cuando se activó una guerra de larga duración que terminó en 2016 con el acuerdo entre el gobierno y las Farc, que se puede llamar la guerra insurgente o contrainsurgente.

El primer ciclo de violencia, y eso nos deja muchas lecciones, terminó a través de un acuerdo entre los partidos políticos. Pero también, como lo ha mostrado repetidamente la literatura sobre el caso colombiano, terminó tratando de cocinar una suerte de arreglo entre los campesinos radicalizados que después constituirían las Farc y el gobierno nacional. Y ese acuerdo más o menos funcionó. Pero fue brutalmente hostilizado por distintos sectores de las élites económicas y políticas que se oponían a las reformas sociales a las que este pacto de paz estaba asociado y que se oponían también a la sola idea de enfrentar a ese grupo de campesinos radicalizados por un medio distinto a la violencia. Y muchas personas advirtieron sobre los efectos de largo plazo que eso podía tener sobre nuestro país. De hecho, tanto en la izquierda como en el centro y en la derecha, y también distintos intelectuales, advirtieron sobre los peligros de no atenerse a esa dinámica pacifista sobre la cual estaban montados, y sobre eso casi que no hay lugar a debate razonable, tanto el gobierno como los campesinos liberales que luego constituirían las Farc.

Cuando uno compara las retóricas anti pacifistas de ese entonces y las de hoy, son en esencia idénticas, lo mismo de miopes y lo mismo de desconsideradas con respecto de las perspectivas de las generaciones futuras. Incluso encontramos recursos retóricos muy similares a los de hoy. También se hablaba de los bandoleros como máquinas de guerra.

Y aquí hay una respuesta, pero también una predicción, que me llamaron mucho la atención. No la alcancé a meter en el libro, pero la habría metido sin duda porque es extraordinariamente brillante, de un escritor de ese entonces que se llamaba Gonzalo Arango, el fundador del grupo de los nadaístas. Cuando mataron a 'Desquite', que de hecho era un bandolero bastante sangriento, un bandolero liberal, muchas personas celebraron esto bailando sobre su tumba, y Gonzalo Arango escribió una especie de canto funerario a la muerte de 'Desquite'. Y termina de la siguiente manera, y yo creo que plantea una pregunta que está plenamente vigente. La planteó en el 64, es decir, unos dos años antes de la fundación de las principales guerrillas que después durante cincuenta años estarían combatiendo al Estado. Dijo:

 “¿Habrá manera de que Colombia en lugar de matar a sus hijos haga la vida digna de vivir? Si Colombia no puede responder a esta pregunta, entonces profetizo una tragedia. 'Desquite' resucitará y la tierra volverá a ser regada de sangre, dolor y lágrimas". Y a esta gente que estaba poniendo esas señales de alarma la estigmatizaron permanentemente, la silenciaron, y efectivamente Colombia volvió a una recaída. Tirofijo, como muestro en libro, llegó a ser un inspector de carreteras, y estos campesinos que estaban pidiendo sobre todo presencia del Estado, en términos de bienes públicos y de distintos accesos fueron hostilizados y terminaron formando las Farc.

Para entender por qué estos dos ciclos de conflicto pesan tan fuertemente sobre nuestros hombros, hay que entender (y en la sociedad colombiana esto se ha debatido) que en Colombia hubo en efecto una guerra, hubo una guerra civil. Hay algunos que han tratado de crear una versión distinta, pero con criterios que realmente son muy difíciles de sustentar, muy flojos, muy implausibles. Más interesante ha sido el desafío que se ha planteado desde el punto de vista de esta interpretación de la ciencia política [la teoría Collier] que estuvo tan de moda a finales de la década de los noventa y principios de la primera década de este siglo, en donde se decía que las guerras civiles ocurrían más por captura de recursos que por alguna motivación política Y eso en Colombia pegó muy bien y de hecho casó perfectamente con la interpretación oficial según la cual las Farc eran un cartel más del narcotráfico. Pero este discurso, esta retórica pública, es poco plausible, entre otras cosas por la sencilla razón de que cuando las Farc estaba actuando muchas veces crearon situaciones de pánico por la toma del poder. Yo relato [en mi libro] cuando la revista Semana sacó un reportaje diciendo que las Farc tenían rodeada Bogotá. Eso generó una oleada de pánico entre los lectores de la revista, entre las élites económicas y políticas. Y después uno ve en retrospectiva y efectivamente tenían el plan de tomarse Bogotá, y muchas veces el 'Mono Jojoy' intentó hacerlo sin éxito. Pero hacía parte del formato mental y de la estrategia de esa guerrilla. Entonces lo que uno ve es que la intención retrospectiva de tratar de adaptar la evidencia para decir que las Farc solamente estaban interesadas en el narcotráfico es bastante floja y simplemente no corresponde con la experiencia vivida ni por los guerrilleros, ni por los soldados, ni por la población en ese periodo histórico. Y más bien lo que hace es resaltar un hecho que es más o menos obvio y es que las guerrillas, como también los paramilitares, y también, hay que decirlo, un sector significativo del Estado, estaban articulados a los circuitos económicos de las economías ilegales, no solo del narcotráfico, sino a la minería legal, etc.

Dicho esto, hay que hacer énfasis en que esa teoría 'Collier' ha sido fuertemente combatida, ha sido refutada en muchos ámbitos, con muchas metodologías, incluyendo las cuantitativas. Y tanto Collier como sus coautores en 2007 o 2008 retrotrajeron su posición explícitamente, cosa que no se ha dicho en el contexto colombiano, lo cual me sorprende, diciendo: “no, la motivación real no es la captura de rentas. Lo que nosotros estamos diciendo simplemente es que hay más razones para persistir en el conflicto si uno tiene recursos financieros". Cosa que es mucho menos fuerte, mucho más obvia y plausible, pero que naturalmente no sirve ya para decir que Colombia no estaba en guerra.

Ahora bien, ¿cuáles son los factores que podrían incidir sobre la reincidencia de la guerra? Uno de ellos bastante obvio es simplemente el incumplimiento del acuerdo de paz. Y una vez más, la literatura internacional (de hecho, también hay muy buena literatura en Colombia sobre nuestros distintos esfuerzos pacifistas) muestra que esos incumplimientos son uno de los factores que más incide en el riesgo de recaída en un conflicto.

Entonces para valorar hasta qué punto se ha incumplido o no con el acuerdo, hay que tener en cuenta o, más bien, prevenir dos posibles contraargumentos que son los siguientes. El primero de ellos es que el acuerdo firmado en 2016 era un acuerdo extraordinariamente radical, revolucionario, que transformaba el conjunto de la sociedad. Se llegó a enunciar que las críticas al cumplimiento podrían estar basadas en una aspiración reformista radical y cosas por el estilo. Pero eso simplemente no es cierto; de hecho, las aspiraciones reformistas del acuerdo de 2016 no eran ni muy grandes, naturalmente no eran exageradas, ni estaban desconectadas del contexto colombiano, ni del conjunto de las políticas públicas de Colombia. De hecho, y esto que voy a decir es un poco blasfemo, pero muchas de las políticas públicas diseñadas en el acuerdo de 2016 cabían perfectamente dentro de la lógica del diseño de políticas públicas del uribismo, y eso se puede sustentar. Lo sustento en parte en el libro, pero se puede ir mucho más allá en el detalle. De hecho, en los dos gobiernos de Uribe varias de las cosas se habían hecho ahí. Y lo que yo argumento es que eso no es motivo para mirar por encima del hombro las reformas planteadas en 2016. Por el contrario, hay que destacarlas, porque son reformas que apelan a transformaciones civilizacionales básicas, a cosas muy fundamentales como la clarificación de los derechos de propiedad sobre la tierra; que es una reivindicación no solamente del campesinado, entre otras cosas, sino de muchos sectores sociales desde hace sesenta o setenta años, y, según incluso la teoría económica neoclásica, uno de los requisitos fundamentales para cualquier modalidad de desarrollo que uno se pueda imaginar.

Lo que llama la atención es que hasta esas transformaciones absolutamente fundamentales y básicas quedaron grandes. Muestro en el libro que las evaluaciones habituales o, más bien, optimistas no funcionan por una razón muy sencilla. Y este el segundo que quería hacer en relación con que el acuerdo no era particularmente radical: muchas de esas evaluaciones adoptan un punto de vista puramente aditivo y además un punto de vista aditivo basado en acciones y no en resultados: “Yo hice cinco, seis o siete talleres, y eso muestra que hice siete actividades a favor de la paz". Y entonces eso sugiere que estamos en pleno proceso de cumplimiento.

E incluso si no se midiera por actividades sino por resultados habría un problema y es que los resultados tienen una jerarquía. Yo pongo un ejemplo que es un poco espantoso pero que sí vale la pena recordarlo, y es la señora que se casa con un marido que es razonablemente buena persona durante la mayoría del tiempo:  saca a pasear al perro y es afable, pero resulta que cada quince día se pega una borrachera tremenda y le da unas palizas de espanto a la señora. Según el método puramente aditivo ese marido sería 99% buen marido, y ese indicador es patentemente absurdo. De hecho, lo que uno debería recomendarle a la señora es que denuncie a ese tipo frente a la policía. Y el tipo sería un marido 0% buen marido.

Aparte de eso hay que decir que, desde el principio, el gobierno se arrogó muchas transformaciones unilaterales y bien fundamentales del acuerdo de paz, incluso antes del plebiscito y con muchas más veras después. Naturalmente, los incumplimientos de aspectos fundamentales del acuerdo, como por ejemplo el llamado PNIS, el Programa Nacional Integral (y siempre que se dice integral en Colombia es que no se va a hacer) de Sustitución de Cultivos Ilícitos, el acceso a la tierra de los campesinos, la participación política; muchos aspectos fundamentales han quedado por fuera, e incluso sus detalles; por ejemplo, la jurisdicción agraria, que era parte del punto uno del acuerdo, la rebajaron a especialidad agraria y después la hundieron en el congreso, recientemente. Y lo hicieron por oposición de intereses del sector agrario del partido de gobierno, que explícita y públicamente se opuso a eso porque podía generarle problemas. Incluso aspectos inofensivos o muy fundamentales, como por ejemplo ese de la jurisdicción agraria, como por ejemplo crear un catastro que merezca ese nombre, que lleva simplemente el sistema métrico decimal al campo colombiano, generaron unas oposiciones acerbas y en muchos casos exitosas.

Entonces, si uno dice que se incumplió, ¿cuáles son las consecuencias de eso? Porque la historia no siempre es amable, muchas veces es cruel, y a veces los incumplimientos no tienen consecuencias. Eso hay que asumirlo. Y a veces se puede incumplir y, sin embargo, generar opciones exitosas que hubieran podido ser mejores que el cumplimiento. Pero en Colombia no hemos visto nada por el estilo y, por el contrario, el incumplimiento ha tenido dos efectos muy sustanciales. Primero, deteriorar de manera significativa los incentivos, tanto para las personas que habían participado en el anterior ciclo como para nuevos posibles actores, de no entrar en la violencia. Para no entrar en discusiones, digamos, teológicas sobre cuáles son las motivaciones, porque uno no tiene una aspiradora para sacarle a la gente las reales motivaciones de la cabeza, piensen ustedes simplemente en la capacidad de reclutamiento de los nuevos grupos: disidencias, grupos herederos de los paramilitares, o el grupo que persistió, que es el ELN. Naturalmente habrían desaparecido si su capacidad de reclutamiento hubiera desaparecido. Y, más aún, uno puede mostrar de manera muy simple, contando cabezas, que muchos cuadros intermedios fueron empujados a empellones hacia el monte. Y resulta que esos cuadros intermedios, de hecho, hay un análisis, muy sofisticado, de muy alta calidad, de una académica estadounidense, Sarah Daly Zuckerman, sobre el papel de los cuadros intermedios en el reinicio de ciclos de conflicto, en donde ella muestra que los cuadros intermedios tienen la capacidad logística, operacional, conocen a la gente en terreno, tienen los contactos políticos, tienen la experiencia, porque son los que han combatido muchas veces, en este caso que estamos hablando, durante lustros al Estado. Entonces esos cuadros intermedios con alta capacidad organizacional volvieron al monte. Y por otra parte lo que nos está mostrando la experiencia es que miles de personas han estado dispuestas a sumarse a las filas, y al hablar de miles no estoy incurriendo en una hipérbole. Todos los conteos incluso los más serios y los más conservadores llegan a la conclusión de que entre los grupos herederos de los paramilitares hay cinco, seis mil, siete mil personas mal contadas; el ELN, mil, dos mil, tres mil; las disidencias, algo análogo. Así que en este momento Colombia ya tiene, incluso si uno es muy conservador, entre siete mil y diez mil personas armadas por ahí rondando el territorio.

Y el otro efecto muy fuerte es que una guerra de cincuenta años, o dos ciclos de violencia que acumulados suman setenta u ochenta años, no pudieron haber tenido lugar por casualidad. Piensen en la analogía: yo salgo de la casa y me resbalo una vez, me resbalo dos veces y puede ser una coincidencia. Me resbalo tres días seguidos... Puede ser que estoy particularmente de malas. Si me resbalo mil veces seguidas es que tiene que haber una cáscara de banano a la entrada de mi puerta y entonces tengo que quitar la cáscara de banano, y por eso los acuerdos de paz siempre incluyen transformaciones sociales, para que el Estado desarrolle políticas públicas que bloqueen, morigeren, transformen los factores que dieron origen al conflicto.

El gran problema es que en Colombia muchas de esas políticas públicas quedaron bloqueadas, otras fueron fundamentalmente deformadas y otras de hecho se transformaron en una agresión contra la población. Piensen ustedes en el PNIS, que se le dio una muerte de segunda y se transformó, en cambio, en un plan de fumigación sobre los campesinos cocaleros, imponiéndoles así a sectores demográficamente muy significativos unos costos prohibitivos. Eso, además, difícilmente puede ocurrir en democracia.

La situación es muy delicada también en términos de la capacidad transformacional de lo que se esté implementando del acuerdo de paz que es muy poquitico. Recuerden la promesa del acuerdo de paz no era modesta, el acuerdo como tal era muy limitado, puede ser que racionalmente limitado. Perfectamente puede verse esa limitación como algo positivo. Pero, en cambio, sus ambiciones en términos transformacionales no lo eran. Lo que decía el acuerdo de paz en esencia es que iba a cambiar la relación entre el Estado central y los territorios para que así Colombia entrara en un periodo de paz estable y duradera. Yo creo que ni siquiera el optimista más ferviente podrá decir que la relación entre el Estado central y los territorios se ha transformado en estos cuatros años.

Queda un último contraargumento que es que hay que ser paciente, que estas son cosas de larga duración. Yo entiendo perfectamente el argumento; me recuerda una anécdota fantástica: a Zhou Enlai, el segundo de Mao Tse-Tung, una vez un periodista occidental le preguntó que cómo valoraba la Revolución Francesa, y Zhou Enlai dijo que todavía era muy temprano para dar una respuesta. Y sí, muchas de esas cosas tienen sentido. Muchas cuestiones se demoran en fructificar. Sin embargo, una vez más, aquí el argumento de la paciencia, que muchas veces es un argumento correcto, que muchas veces funciona, aquí no. Y de hecho todo lo que dice la literatura internacional es lo siguiente: lo que no se implementa y lo que no se lleva a cabo en los acuerdos de paz en los primeros años ya no se hace, entre otras cosas porque ya no está el impulso y la presión y la atención internacional para hacerlo. Entonces realmente aquí hay un peligro muy serio, muy severo.

Hay aun otro contraargumento con el que de hecho uno tendría que estar de acuerdo en muchos aspectos y es que el país en muchos sentidos se ha transformado y se ha transformado para mejor. Vivimos en un país mucho más diverso, en dimensiones étnicas y de género mucho más incluyente. Recuerden que, hasta la reforma del código civil, si no me equivoco de 1974, las mujeres en muchos sentidos, en su vida cotidiana, en acceso de derechos de propiedad, etc., eran menores de edad. La presencia femenina en la vida pública era nula, los indígenas también eran considerados menores de edad. Y los afros... ni hablemos del peso del racismo estructural. Aunque esos problemas no se han solucionado, sí ha habido una transformación en términos de diversificación de la sociedad colombiana gigantesca. También es una sociedad donde el sistema político, por más que parezca antiestético, es mucho más diverso que en 1960. Entonces estaban los dos partidos tradicionales que eran los únicos que tenían derecho a tener acceso a cargos públicos, ya sea elegidos o no, dentro del Estado. Había unas fuerzas por fuera del pacto frentenacionalista, como la Anapo, pero incluso la Anapo las curules que obtenía tenían que declararse en la pista conservadora o en la pista liberal.

En cambio, hoy en día tenemos una izquierda electoralmente relevante; eso en Colombia es una innovación impresionante; un centro ultra diverso y por otra parte una derecha que ya habla a nombre propio y eso también es una transformación fuerte con respecto del pasado. Y además hay que decir que hay unos factores demográficos muy simples que inciden en prevenir el inicio de un nuevo ciclo de conflicto. El principal de ellos es que Colombia es un país mucho más viejo. La guerra como muchos deportes de alto riesgo es en buena parte cosa de jóvenes. Sobre todo, en los cuadros operacionales, lo soldados, etc., aunque no tanto en los directivos. Y Colombia se ha envejecido tremendamente; eso de hecho, una vez más, está en la literatura como el punto de quiebre demográfico. Ahí hay muchas prevenciones. Y por otra parte es un país mucho más urbano que en el pasado.

¿Cuáles son las dificultades que enfrentamos en este contexto favorable? Yo planteo en el texto que son dos: por una parte, aunque el sistema político se ha transformado tenemos una fuerza de extrema derecha que se ha convertido en un punto focal tanto de violadores de derechos humanos como de acumuladores de tierras, y que tiene razones estructurales para oponerse al acuerdo de paz. Y no solo tiene razones estructurales, sino que debido a la grotesca aventura del plebiscito que eventualmente se perdió y a la respuesta irreflexiva de buena parte de la dirigencia pacifista frente a esa derrota, el acuerdo de paz quedó con una hipoteca de legitimad democrática muy severa que pudo aprovechar esta fuerza política para sacar adelante muchas de sus propuestas y para impulsar su programa de hacer trizas la paz, que sigue estando absolutamente vigente: debilitar la justicia transicional, etc.

Y, por otra parte, en el último capítulo de mi libro, donde describo las transformaciones de la guerra, cito a un gran pensador alemán que se llama Clausewits, que decía que la guerra era un camaleón. Muchos ven con optimismo un mundo mucho más urbanizado. Desde 2008 por primera vez en la historia de la humanidad la Tierra tiene más habitantes en las ciudades que en el campo y en Colombia la urbanización ha sido bien radical, con un cambio tecnológico tremendo que hace que se puedan ubicar blancos en la selva, etc. Con transformaciones también culturales en gran escala, muchas personas se imaginan que en ese contexto la vieja guerra de guerrillas ya encontró su límite, encontró su techo natural; eso podría ser, pero no podemos obviar el hecho de que esa vieja guerra de guerrillas, la que pensó Mao Tse-Tung, que era eminentemente ruralista, se ha transformado y estamos viendo en muchas partes del globo cómo distintas formas de resistencia armada urbano-rurales, apoyadas en el cambio tecnológico, han logrado salir avante y sobrevivir, como en Irak, que tiene una presencia militar urbana gigantesca, o como en el caso de la guerrilla de Afganistán.

Entonces la guerra, ya sea desde abajo o también la violencia desde arriba (por supuesto que de eso hemos visto mucho en Colombia) está todavía vigente. No es un fenómeno que vaya a desaparecer de la noche a la mañana, y todos esos peligros acumulados, sumados a otros adicionales que yo no alcancé a contemplar en el libro, simplemente porque no se habían desplegado en toda su intensidad, como la respuesta abiertamente homicida a demandas sociales en las grandes ciudades, genera la posibilidad de escenarios de continuidad de conflicto, exactamente como sucedió en el tránsito del primer al segundo ciclo de conflicto, es decir, de la Violencia (con V mayúscula) a la guerra contrainsurgente, que no constituyen la repetición mecánica de los motivos del ciclo anterior.  Cuando se crearon las guerrillas durante el Frente Nacional (las Farc, el ELN, etc.), esas guerrillas tenían personal del pasado, pero de manera muy consciente (eso se puede documentar en detalle) trataron de separarse de su pasado y de imaginarse una nueva forma de actividad armada con distintos tipos organizacionales, con aprendizajes del pasado, con una nueva retórica política y con una nueva forma de relacionarse con la población. Y exactamente lo mismo podemos ver en esta coyuntura, estamos en una situación muy telúrica en donde algunos grupos logran sobrevivir, otros no. Esto va a ser muy darwiniano. La guerra es absolutamente brutal en este sentido. Quien no aprende las reglas simplemente sale del juego, pero los grupos que sobrevivan van a aprender. Como lo demuestran los reportes recientes sobre las disidencias, empiezan a desarrollar una retórica política nueva, mucho menos ecuménica, más adaptada al mundo regional y local en donde operan y con clara capacidad de supervivencia, porque están ahí en el territorio y están operando. El contraargumento de que simplemente son grupos narcotraficantes es una fantasía, una repetición mecánica de lo que se decía en la década de los sesenta y constituye una caracterización muy limitada, muy poco plausible, que no explica por qué siguen operando: si yo soy narco me centro en mi negocio, no voy a llamar la atención al gobierno. Entonces tiene que haber algo más, y ese algo más que está ahí, al que no apelan las retóricas ni las políticas públicas actuales puede desarrollarse y salirse de madre.

Realmente estamos en una situación bastante crítica, de bastante peligro. Por desgracia, como sucede en todos estos casos de conflicto prolongado, también en Colombia la guerra tiene un lindo futuro, y lo que toca preguntarse es cómo evitar eso, porque el riesgo no es destino. Es decir, está en manos de los colombianos idearse maneras de tratar de bloquear estos factores de riesgo y recuperar la senda y la lógica de la paz.