Hostilidad y solidaridad en el mundo de hoy
Michel Agier
Estamos viviendo en un mundo que es social, cultural y económicamente más grande que nunca. La cuestión del mundo común se plantea explícitamente a escala global, por ejemplo, con la preocupación recurrente: ¿qué tipo de espacio y qué forma de gobernanza queremos a escala global?
Sin embargo, este mismo mundo está más fragmentado que nunca por la violencia ecológica y social del capitalismo sin límites, la sucesión de guerras y las políticas de seguridad de los Estados nacionales. Una sensación general de inestabilidad e incertidumbre aumenta los temores sociales y la "política del miedo" que aboga por el confinamiento de los territorios domésticos y nacionales y la agresión en las fronteras. Una espiral distópica parece apoderarse del presente y de cualquier esperanza de imaginar otras visiones más felices del futuro.
Hoy en día, casi cien millones de personas en el mundo están desplazadas, a menudo en situación de emergencia, bajo la presión de múltiples e interconectadas crisis medioambientales, económicas y políticas. América Latina, y Colombia en particular, están experimentando esta situación global de manera concreta con la movilidad forzada de nuevos migrantes y refugiados de Haití, Venezuela e incluso del África subsahariana. En todas partes, de forma comparable, se desarrollan movimientos ciudadanos que llaman a la acogida de los extranjeros en nombre del principio universal de la hospitalidad, mientras que otros abogan por el repliegue y el nacionalismo, rechazando en general a los extranjeros.
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Antes de hablar de esta hostilidad, que creo que es importante entender, quiero proponerles una pequeña reflexión previa sobre el significado de las palabras y la extraña proximidad entre hostilidad y hospitalidad.
De hecho, la hostilidad y la hospitalidad van juntas. Esta dualidad se expresa en las nociones latinas hospes/hostis, estrechamente relacionadas, aunque diferentes. Hostis designaba primero al extranjero en el sentido de persona de otra ciudadanía, procedente de otro estado o de otra comunidad en general, al principio desconocida y posiblemente enemiga; hospes es una palabra formada a partir de hostis (nos dicen los lingüistas) y que designa al extranjero que, de paso, recibe la protección de un ciudadano; está efectivamente presente, sin dejar de ser extranjero. De hospes surgió la hospitalidad, y hostis quedó del lado de la hostilidad. Lo mismo ocurre con xenos, palabra griega que se ha traducido como "extranjero" (por ejemplo, en "xenofobia"), pero cuyo significado primario en la lengua griega es el de la pareja de xenia, término que significa "hospitalidad", y por tanto xenos fue huésped antes de extranjero. Existe un vínculo, un estrecho entrecruzamiento entre la hostilidad y la hospitalidad si nos fijamos en el aspecto lingüístico. Pero esta proximidad se encuentra también en la observación social, por ejemplo con los campos de refugiados, que son al mismo tiempo lugares de refugio pero también de segregación, de exclusión e incluso a veces de verdadero apartheid (¿los campos protegen a los refugiados, o "nos" protegen de los refugiados?); también se encuentra en los mecanismos de asilo (¿asilo es la acogida que se encuentra cuando se pide asilo, o es el asilo que encierra... a los locos, a los viejos, a los marginados, a los extranjeros, a todos los indeseables?).
Esta confusión en las palabras es también una tensión permanente en las prácticas, las instituciones y los imaginarios. Al filósofo Jacques Derrida le hubiera gustado fundar la idea de "hospitalidad incondicional", pero como no pudo hacerlo frente a las leyes de los Estados y las sociedades, su verdadero aporte fue legarnos otro concepto, el neologismo "hospitalidad"... que, como vemos, ¡no resuelve la cuestión! A esto podemos empezar a responder que la hospitalidad deriva "no de una revelación divina" [lo que está en consonancia con la afirmación de incondicionalidad] sino de una "necesidad sociológica" (según el antropólogo Julian Pitt-River, "The Laws of Hospitality", 1967). Sólo las leyes relacionales pueden superar la "prueba recíproca de la hospitalidad". Frente al desafío de esa prueba recíproca, se trata por tanto de describir concretamente, en situación, las relaciones y las formas materiales de acogida, pero también de rechazo, del extranjero.
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En los márgenes de Europa, desde los años 2000 y más significativamente desde 2015, el drama de los migrantes no ha hecho más que aumentar. Los gobiernos han intentado erigirse en protectores de sus residentes/ciudadanos designando a estos extranjeros como una amenaza para la seguridad y la identidad de sus países. Los muros, las expulsiones, los controles masivos, la presencia policial disuasoria, el cierre de los puertos a los botes salvavidas, se supone que tranquilizan a los habitantes temiendo el espectro de un extranjero desconocido que se supondría peligroso, predador y aprovechador. Se llega a privar a este extranjero espectral de los derechos humanos que nuestros países han defendido histórica y actualmente como propios y "universales", e incluso se le deja morir. Si la foto del pequeño Aylan dormido, que tanto se parece a todos nuestros niños -acurrucado en una playa turca el 3 de septiembre de 2015- es conocida en todos los rincones del mundo, nos resulta menos familiar, o sentimos menos lo que significa la cifra de 54.000 muertos entre 1993 y 2021 en las fronteras de Europa.
El naufragio en el Canal de la Mancha el 24 de noviembre de 2021, en el que murieron 27 personas que intentaban cruzar al Reino Unido desde las playas de Calais en Francia, ha arrojado una nueva y brutal luz sobre esta cuestión. Porque tuvo lugar en el exacto punto intermedio de los espacios marítimos francés y británico, entre dos fronteras. De hecho, determinar el lugar exacto del abandono fue una cuestión crucial y difícil en la investigación de este naufragio. Según los testimonios de los supervivientes y de las personas en contacto con los pasajeros, pasaron doce horas entre las primeras llamadas de auxilio y la llegada de los servicios de rescate tras el hundimiento (después de una llamada de pescadores constatando la presencia de cuerpos muertos en el agua). Una primera llamada a la parte francesa habría recibido la respuesta "estáis en aguas británicas, no podemos intervenir", entonces la policía británica habría sido alertada pero no habría intervenido inmediatamente, dejando que el barco se desviara hacia aguas francesas. Se puede concluir que la ubicación del naufragio es exactamente el corazón de la frontera.
Luego se produjo la identificación gradual de los muertos y aparecieron fragmentos de su vida social, conmovedores y familiares, gracias al notable trabajo de algunos periodistas en relación con las asociaciones británicas y francesas. Revelaron, bajo la máscara de la indeseabilidad, la grandeza que estas personas, ahora reducidas a las tinieblas europeas, llevaban dentro de sí en vidas dignas y respetables, personas cariñosas y queridas, a la vez cosmopolitas y con los pies en la tierra, mirando al futuro. Estos breves relatos también mostraban el cruel luto que su desaparición provocó en distintas partes del mundo, incluido Irak, de donde procedían la mayoría de ellos. Este luto lejano pero muy real, si se reveló en los medios de comunicación franceses de manera muy excepcional, debe ser puesto en el espejo de la indiferencia que es la regla general del lado de los países de llegada o de tránsito, frente a las mismas desapariciones. Visto desde este lado, es el luto imposible por una parte de la humanidad que se ha vuelto insignificante, olvidable, sacrificada en el altar de la seguridad fronteriza sin ser nunca sagrada (Butler, Agamben). Así pues, no es la persona misma, viva y luego muerta, la que carece de humanidad, de vida social o de reconocimiento, sino la mirada indiferente u odiosa, la política del miedo y el rechazo que produce la indeseabilidad.
Por eso, en primer lugar, debo hablar de los temores que se sienten hacia los extranjeros, y producen esa indeseabilidad.
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"¿Quién tenía miedo de qué?", se preguntaba el historiador Jean Delumeau al comienzo de su monumental investigación sobre la historia de los grandes miedos que dominaron las mentes y los comportamientos desde la Edad Media hasta la época moderna en Occidente (La Peur en Occident. XIV-XVIIIe siècle, Fayard, 1978). El inventario de todos los miedos es interminable y disperso si los aprehendemos a escala individual", escribió Jean Delumeau. Por lo que tuvo que distinguir entre los, 'espontáneos', del 'mayor número', y los, ‘reflexionados’, de los 'directores de conciencia de la comunidad', en este caso, en aquella época, 'los hombres de la Iglesia'. Estos últimos nombraban a los chivos expiatorios – salidas del miedo popular, todos los cuales, decían, eran los enviados de Satanás: turcos, moros, judíos, heréticos, mujeres, brujas, etc. Expulsarlos reduciría "la dosis de desgracia en la tierra de la que son la verdadera causa". Su investigación nos enseña que debemos mantener juntos estos "dos pisos" del miedo, los sentimientos inmediatos, múltiples y dispares, y las representaciones más elaboradas, dirigidas e incluso manipuladoras, para entender las combinaciones siempre singulares de los climas de miedo.
Hoy en día, la mayoría de las veces, estos temores se refieren a todo aquello que nunca hemos visto y que nos hace (re)actuar con anticipación según los prejuicios del momento, los rumores o ciertas informaciones preocupantes. En Francia particularmente, los temores a una "invasión masiva de inmigrantes" o al "reemplazo" de poblaciones, por muy infundados que sean según la realidad sacada a la luz por las encuestas sociológicas y demográficas, son manifestaciones de otra realidad que hay que tener en cuenta por derecho propio: el miedo a los demás, o a algunos de los demás, y el deseo de seguridad, inmunidad y clausura que alimenta.
Este miedo a los demás y, sobre todo, a su intrusión es a la vez catastrófico (con las imágenes repetitivas de masas en movimiento, generalmente masculinas y en harapos, que despiertan un imaginario de hordas bárbaras) y existencial (por su frecuente asociación con fantasías de violencia, sexual o terrorista). Pero también es, en parte, una especie de miedo político, el miedo al resentimiento y a la violencia en contrapartida que los dominantes y los establecidos sienten hacia todos los excluidos y abandonados que sus dominaciones producen.
Este miedo a ser asediado da lugar a un imaginario y una política de protección en la "ciudad-refugio", que es lo contrario de lo que suele significar este término: la ciudad como el refugio de los exiliados y desterrados. Hay otra ciudad-refugio: según otro filósofo Emmanuel Levinás, es cuando los habitantes de "nuestras capitales sin igualdad" se amurallan para protegerse de todos los intrusos: "¿Acaso el vengador o el redentor de la sangre "con el corazón caliente" no merodea a nuestro alrededor, en forma de cólera popular, de espíritu de revuelta o incluso de delincuencia en nuestros suburbios, fruto del desequilibrio social en el que nos hemos instalado? " ("Les villes-refuges", en L'Au-delà du verset. Lectures et discours talmudiques, Minuit, 1982).
Así se establece el vínculo entre el miedo y la indeseabilidad del otro. Se trata de una vieja asociación que ya señaló el historiador Jean Delumeau cuando comparó el "Gran miedo de los propietarios" y poderosos bajo el Antiguo Régimen en Francia, con el mismo expresado 200 años después en la política de apartheid en Sudáfrica. En ambos casos, señaló, el miedo y la agresión están estrechamente relacionados. Uno llega a tener miedo de los que están aparcados, ya sean vagabundos bajo el Antiguo Régimen o africanos bajo el apartheid, y este miedo alimenta la brutalidad hacia ellos, lo que a su vez conduce al miedo de ser asediado de vuelta. Es una lógica infernal que borra incluso el reconocimiento de una humanidad común.
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Lo indeseable no existe en sí mismo, es todo aquello que es ajeno a "mi" o "nuestro" mundo y que la exterioridad hace amenazante. Es la imagen producida por una mirada velada por el miedo a los demás en sus diversos aspectos. Este clima de miedo exige siempre más seguridad, fomentando estrategias de repliegue, protección y separación. Según esta lógica, entendemos que el espacio de lo deseable, lo mismo y lo familiar disminuye inevitablemente con los nuevos miedos. Con ellos, la indeseabilidad o incluso el odio al otro gana terreno y reduce la posibilidad de una vida en común. Pero, ¿quién es ese indeseable?
En primer lugar, "indeseable" es la palabra que suele venir a la mente cuando se trata de ciertos individuos o grupos de personas: algunos (pero no todos) extranjeros que se presentan en las fronteras, algunas personas que deambulan por las calles u otras que son "anormalmente" diferentes en cuanto a su apariencia racial, social o de género, pero no todos y no en todas partes. Lo que es común a todas estas situaciones puede enunciarse de forma más inmediata: la indeseabilidad se experimenta a través de la imposibilidad de cruzar un umbral, una frontera. Encarna el imaginario de una alteridad sin nombre, de un exterior genérico, absoluto y a priori insustancial, repetido y difundido en contextos diversos y renovados.
Varias veces, en el curso de mis investigaciones en campos y asentamientos de refugiados, desplazados o migrantes irregulares, me encontré con esta evidencia que es también una aporía, es decir, el resultado de una línea de razonamiento que no conduce a ninguna otra explicación pero que deja lugar a la insatisfacción y a la incomodidad tanto intelectual como ética: la clasificación de las poblaciones y de los cuerpos, la segregación, el acampamiento o la retención a largo plazo de determinadas personas, crean espacios aparte, cuya característica común es la indeseabilidad de sus ocupantes. Si están ahí, es porque no se les quiere en otro sitio. Son los efectos colaterales de una organización social y espacial que no los tiene en cuenta.
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Pero la palabra no es tan nueva. Se utiliza oficialmente a nivel internacional desde la segunda mitad del siglo XIX. Este fue el caso de Brasil (para designar a los inmigrantes no blancos), de Estados Unidos (para designar a los chinos) y de Alemania (para los judíos), todos los cuales "desafiaron la homogeneidad de un pueblo fantaseado", (según la historiadora Aurélie Audeval). En el siglo XX, en varios países, se convirtió en una categoría de acción pública. En el Reino Unido, Australia y Nueva Zelanda, el indeseable podía ser el pobre, el discapacitado, el judío o el inmigrante no blanco, pero, según el caso, también entraban en juego argumentos políticos o higiénicos.
En Francia, se menciona a principios del siglo XX en el contexto de escritos racistas y proteccionistas muy violentos, pero poco difundidos. En aquella época, los indeseables eran denominados "razas errantes viniendo del afuera" (Auguste Monnier, Les Indésirables, Sirey, 1907). Otro escrito de 1914 se refirió a "espías, delincuentes, vagabundos, defraudadores y habitantes de zonas contaminadas". Después de la Primera Guerra Mundial, el término se utilizó, según el historiador Emmanuel Blanchard, como "eufemismo de las categorías raciales". A lo largo de los años 20, 30 y 40, aparece en el discurso administrativo y político en relación con las cuestiones migratorias y raciales y la condición de los extranjeros. Aparece constantemente en los archivos administrativos de esta época en decretos, circulares y otros documentos administrativos como una "verdadera obsesión de los poderes públicos", (según la historiadora Aurélie Audeval) pero curiosamente sin que se le dé nunca una definición clara y fija a priori (en términos de nacionalidad, raza, sexo, religión, etc.). De hecho, en la realidad de la asignación de indeseables, en Francia las poblaciones objetivo fueron esencialmente nómadas, refugiados y gitanos perseguidos (1910-1920), judíos y españoles (1930-1940) y luego argelinos (1950-1960). De forma bastante sistemática para este periodo y todas estas poblaciones, la figura del campo va unida a la palabra indeseable. De manera más general, es el principio de segregación y la "clasificación" de las personas en la frontera lo que quedará asociado a este término. La figura del indeseable es el "reverso de lo nacional" o el "enemigo interior", y permite “definir negativamente los contornos del buen ciudadano", (subraya el historiador Philippe Hanus)
Desde los años 90, la palabra se encuentra en los estudios de migración y urbanismo. Para todas las poblaciones, regiones o épocas mencionadas, la noción está siempre ligada a una relación de dominación, es fruto de ella y no existe fuera de ella. En el contexto de las políticas de gentrificación urbana, el control social, las políticas de seguridad, la represión policial de las minorías, la criminalización de los sin techo y el desalojo de los vagabundos son herramientas de los proyectos de urbanización, en los que la indeseabilidad se define entonces como una cuestión de control del espacio público, de ordenación urbana. Se caracteriza por la ilegitimidad de la presencia (el derecho a estar ahí o no), por la supuesta desviación de los individuos o grupos (desviación de las normas sociales y morales) o por sus señas de identidad en función del aspecto, la raza, la conformidad física o la supuesta suciedad... (cf. los "a-normales", Foucault).
De forma recurrente, se asocian dos criterios generales, la amenaza y el disturbio, que corresponden a los dos puntos de vista combinados de la seguridad del Estado y del orden público u orden urbano (según el sociólogo Marc Bernardot). Volvemos a encontrar la lógica del miedo a los demás cuando se les considera tanto sospechosos como intrusos, enemigos y molestos, que prevalecía en los primeros escritos sobre los indeseables, esas "razas errantes de afuera".
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Entonces, como ahora, la asignación racial es el instrumento más coercitivo, tan absurdo como violento, para la reificación y sobre todo la naturalización de la imagen de lo indeseable. Así, por ejemplo, los policías franceses que vigilan las fronteras italianas de Ventimiglia o de los Alpes en dirección a Briançon, saben que tienen que distinguir entre los residentes fronterizos o los turistas, por un lado, que circulan libremente (porque estos lugares están dentro del espacio Schengen), y los inmigrantes indeseables, por otro. Además del propio rostro -necesario pero insuficiente porque puede confundir, en una región mediterránea, al habitante, al turista y al vagabundo- es el cuerpo y toda la "autopresentación" del extranjero indeseable lo que la policía de fronteras debe aprender a reconocer. En esta operación que naturaliza y congela la identidad, movilizan todo el conocimiento occidental y poscolonial sobre la alteridad racial.
Así, en otra frontera externalizada de Europa, en Marruecos, un turista estadounidense fue detenido en una calle de Rabat, interrogado sin cesar, maltratado, embarcado con una cuarentena de inmigrantes subsaharianos, abandonado con ellos en una calle de una ciudad desconocida en la frontera con Argelia, y luego vivió recluido durante varios meses en el miedo... porque era afroamericano, y la policía marroquí lo confundió con un negro africano, y por tanto con un extranjero indeseable, y lo trató como tal. Por ser negro y caminar sin saberlo por las fronteras de Europa, era más vulnerable por su color de piel y, por tanto, más indeseado que los demás.
Si la indeseabilidad era un eufemismo de la raza a principios del siglo XX, hoy se puede decir de forma recíproca que el racismo es una de las formas de naturalización imaginaria de la indeseabilidad. El racismo ha sido, es y será sin duda reinventado durante mucho tiempo. Se encuentra en el mismo "espacio simbólico" que el higienismo (que consiste en separar a los limpios de los sucios, en mantener fuera a los enfermos, a los vagabundos o a los ancianos, en separar los barrios pobres e insalubres mediante barreras urbanas) y el eugenismo (que consiste en clasificar los "mejores" genes para la reproducción y la "mejora" de la especie humana). Todas estas son operaciones de clasificación e inferiorización en lo humano o de deshumanización. Se perfila así el horizonte distópico del repliegue sobre sí mismo, del miedo a los demás y de la profunda fragmentación de la vida social.
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Iniciada a partir de la condición migrante, esta reflexión sobre lo indeseable se extiende de hecho a toda la humanidad potencialmente "superflua" (Arendt) y, finalmente, a una condición más generalizada de inhumanidad, de absoluta exclusión y ausencia del mundo común. Esto es lo que hace que la indeseabilidad no sea (o no sólo) una cuestión humanitaria o de seguridad, sino un hecho político. ¿Pero qué política?
El principio NIMBY (Not In My Back Yard, Pas dans mon jardin, Pas chez moi) es bien conocido en los estudios urbanos desde la década de 1990. Se refiere a los movimientos de privatización de los espacios urbanos, de cierre y autoprotección de microbarrios privilegiados en grandes metrópolis desiguales (Los Ángeles, Johannesburgo, São Paulo, etc.). Se extendió al tratamiento del "extranjero indeseable", aquel que puede ser abandonado hasta la muerte o incluso perseguido hasta la frontera nacional o urbana. Luego, a partir de ahí (pero todavía con la figura del intruso como amenaza y perturbación), llegó a la esfera política y a los discursos más violentos y " sin complejos " de la extrema derecha nacionalista y securitaria que se extiende en muchos países. Designan, reinventándolas, a las razas negra, parda, amarilla o mestiza como portadoras naturales de indeseabilidad. La racialización en general, como proceso de naturalización, es una característica duradera de esta forma política. El indeseable, así fabricado, es la figura central de la política cuando ésta se convierte en una contienda de brutalidad contra los "otros". Lo que al principio parecía una no-política en las primeras versiones de los espacios urbanos privatizados se ha expandido hasta convertirse en uno de los lenguajes contemporáneos de la política y en una de las caras de la distopía que ya muestra sus inicios.
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Este es el contenido de la hostilidad hacia los "otros", su imaginario y sus efectos prácticos. En un contexto mundial en el que los medios de comunicación recuerdan constantemente el "clima de ansiedad" y en el que muchos Estados promueven la retracción sobre sí mismos como una solución de "emergencia" permanente, ¡pensar en la solidaridad es un verdadero reto! Requiere una reorientación radical de las mentes y las políticas, y mucho coraje para defenderla y aplicarla. Si la solidaridad es evidentemente necesaria para "mantener unidas" las sociedades a todos los niveles, el futuro de la solidaridad debe llevar necesariamente a los ciudadanos, investigadores y responsables políticos a cuestionar las formas y los contextos de la vida en común que queremos hoy, desde el nivel local hasta el global.
La sociología francesa ha definido la solidaridad de dos maneras. La "solidaridad orgánica", en palabras del padre de la sociología francesa, Emile Durkheim, se refiere a la interdependencia de todas las funciones y categorías que hacen posible la existencia de una sociedad. Sin embargo, hay que hacer una reserva: esta forma "orgánica" se concibe generalmente en el marco nacional, mientras que hoy en día está bastante claro que estas relaciones estructurantes se proyectan mucho más allá de lo nacional, hasta la escala planetaria. Así lo demuestran los diferentes aspectos de la globalización, económicos y culturales, así como el carácter global de los grandes desafíos de nuestro futuro inmediato, ya sea la ecología, las migraciones o la salud pública.
Por otra parte, el mismo Durkheim evocó la "solidaridad mecánica", es decir, la de las pequeñas unidades sociales, la de las relaciones cara a cara, la de dar y recibir. Este campo es, por definición, el "terreno" de los antropólogos que se interesan por las prácticas y las teorías de las relaciones, en los mundos relacionales en general. Como antropólogo, conocedor de varios campos de investigación en África y América Latina, partiré de ahí para detallar la propuesta de la vida común lo más cercana posible, apoyándome, en primer lugar y a modo de ejemplo, en tres conceptos relacionales de los mundos africanos, zumunci, teranga, ubuntu, tres palabras que hablan de vínculos en una dimensión universal.
En primer lugar, vuelvo a la reflexión introductoria del inicio de esta conferencia: al estudiar las formas de hospitalidad, es decir, las maneras de establecer una relación con un extraño al que todavía no conozco (o simplemente un extraño en la medida en que no lo conozco), me basé en mis investigaciones en el mundo Hausa entre Togo, Níger y Burkina, la noción de zumunci en lengua hausa. Este concepto se utiliza cotidianamente para designar tanto la acogida de una persona extraña a la familia, la casa, la ciudad o el país del acogedor, como la dependencia del acogido mientras dure su acogida, y la deuda que siempre mantendrá con quien le acogió como su "padre". Se trata de una relación de protección mínima que va desde la simple acomodación hasta la posibilidad de una relación de trabajo, o incluso de una futura colaboración. Es una forma social que amplía lo familiar y es también una forma de dependencia: no hay igualdad en ese momento en esta relación, sino una forma social en evolución, que cambia con el tiempo. Un cierto día, hay que salir de la relación de zumunci al mismo tiempo que la memoria de ella se queda para siempre. Fue interesante ver en Europa en los años recientes, las confusiones y dificultades que tuvieran los ciudadanos queriendo reinventar la hospitalidad al extranjero casi desaparecida de sus sociedades, y que podrían aprender mucho con este concepto de zumunci.
Un segundo concepto se hace eco del anterior: el de teranga, en la lengua wolof de Senegal. Se refiere a la aplicación de un principio de reciprocidad. Cada uno está profundamente marcado por la teranga que recibe, dadiva concreta, económica o ayuda, y hay que devolverla en diferido, lo que la convierte en una forma de economía de la relación. Es importante diferir para dar tiempo a una deuda y a una relación que también abre amplias posibilidades de cooperación y desarrollo económico. La teranga tiene, pues, efectos económicos: requiere inversiones, cuidados y atenciones que mantengan una confianza propicia para la cooperación. Confianza y desconfianza son nociones éticas centrales en la práctica también del zumunci. De hay que la relación sea un principio mayor en ambas, zumunci y teranga, como es central en la concepción de la "vida común".
Un tercer término, ahora reconocido internacionalmente por su capacidad de decir lo que otras palabras no dicen, es ubuntu. "Yo soy porque nosotros somos" es como suele traducirse o interpretarse la palabra. Procede de la lengua bantú xhosa de Sudáfrica. Nelson Mandela lo utilizó mucho en política para llamar a la reconciliación y significar que es imprescindible conseguir vivir colectivamente para poder vivir individualmente. Las mismas palabras, traducidas al español, se encuentran en Colombia: "Soy porque somos" es el nombre del movimiento ciudadano formado por minorías afrocolombianas, indígenas y feministas y liderado por Francia Márquez, ella misma afrocolombiana, que fue elegida vicepresidenta de Colombia en agosto de 2022. Aliado al líder izquierdista y exguerrillero Gustavo Petro, este movimiento le aportó el voto popular masivo que contribuyó a su elección.
Es tentador ver en la articulación de estos tres conceptos un posible "trío" ejemplar (una ejemplaridad que puede encontrarse fácilmente explorando otras lenguas y sociedades) que vincula las dimensiones, social (zumunci), económica (teranga) y política (ubuntu) de un pensamiento de la vida común.
Si, por ejemplo, el término "hospitalidad" (de origen latino) corresponde, pero sólo en parte, al concepto de zumunci en lengua hausa, el teranga desarrolla igualmente la idea de "solidaridad mecánica (también de origen latino)" de forma más amplia, y el ubuntu de la lengua xhosa responde a la necesidad de "solidaridad orgánica" descrita anteriormente, dándole una dimensión existencial genérica y una ambición política. En este trío hay un universal de la vida común y, aún más, un universal que es común porque es múltiple. Pero todavía es necesario poder poner en relación este múltiplo.
El método cosmopolítico, que es la base de mi concepción de la antropología y de mi visión del mundo en general, es el que permite establecer el vínculo entre todos los lazos. Este método puede multiplicarse hasta el infinito, lo que permite imaginar un lenguaje universal de la vida común, constituido por el inventario y el encuentro de estos pensamientos de relación. Es una utopía, por supuesto, o una "poética de la relación" (como escribieron los poetas caribeños Glissant y Chamoiseau), pero nace del presente, y permite re imaginar el horizonte de una vida en común a escala del mundo más grande, haciendo posible, un día, que todos se pongan de acuerdo sobre la necesidad de un "nosotros" cosmopolítico, hoy tan difícil de imaginar.
Gracias.