La decolonozación como revolución mundial
Seloua Luste Boulbina
Imagen de la instalación The Tears of Bananaman (Las lágrimas del bananero), del martiniqués Jean-François Boclé.
Gracias al placer estético que proporcionan, la literatura y las obras de arte siempre nos han permitido acceder al horror del mundo. Las pinturas religiosas nos han familiarizado incluso con los suplicios: los mártires de los inicios del cristianismo, aunque poco comunes, impactaron la imaginación al punto que una crucifixión se volvió el emblema de uno de los tres monoteísmos. Es por ello que no podemos disociar nuestras palabras y nuestras imágenes de nuestra razón y de nuestros sentimientos. Si por lo tanto considero que la literatura y las artes contribuyen activamente, en el plano simbólico, a la decolonización del mundo, es con base en esa observación. Por supuesto, ello no podría tener lugar si los escritores y los artistas no orientaran, o desorientaran, su producción. En efecto, me parece que bajo este ángulo decolonizarse consiste en dos acciones principales: por un lado, cambiar de lenguaje en vez de cambiar únicamente de discurso (y, por lo tanto, abrir vías distintas a las que «Occidente» abrió y desarrolló como autopistas del pensamiento); por otro lado, ser capaz de desorientarse y tomar las nuevas direcciones, aún no exploradas debido a la repartición del mundo establecida a partir de finales del siglo XV y del «descubrimiento» de las Américas.
Dicha repartición del mundo fue realizada a partir de categorías metafísicas y antropológicas fundamentales. Metafísicamente: la identidad vs la diferencia, la forma vs la materia; la cultura vs la naturaleza; la persona vs la cosa: el alma vs el cuerpo, etc. Antropológicamente: el arriba vs el abajo; el derecho vs el izquierdo; lo masculino vs lo femenino, etc. Toda una estructuración de la humanidad se expandió mediante destrucciones, fragmentaciones, deflagraciones sucesivas a merced de las conquistas y otras colonizaciones. La esclavitud atlántica fue uno de los pilares. Para las potencias europeas el continente africano, «reservorio» o «reserva» de «mano de obra», se volvió tras la extinción de la esclavitud el terreno predilecto de su omnipotencia. Las mismas categorías sirvieron de manera distinta. En el corazón de las tinieblas continuó la extracción y la apropiación de las riquezas de los suelos y los subsuelos. El «civilizado» le impuso su blancura y su blanquitud al «salvaje» como esencia de la humanidad, incluso del humanismo civilizacional. Bajo la unción del derecho del más fuerte, aminoró y minorizó al que observó como su gran Otro: no otra persona, sino otro lugar.
Luego, los otros mundos se volvieron otras escenas en las que los deseos podían satisfacerse, los sueños realizarse, las ilusiones conservarse. La ilusión primitiva de una victoria absoluta de los unos sobre los otros se alimentó de una forma esencial de encandilamiento y ceguera: la negación. No olvidemos que Tenochtitlán, capital de los Aztecas, era una ciudad más grande que París. Una colonización siempre representa una forma de fracaso relativo. En efecto, mientras una parte de la humanidad no haya sido totalmente exterminada, quedan en su seno imbatidos que son focos de resistencia, voluntarios e involuntarios, a la invasión material e inmaterial que constituye una colonización, cualquiera que sea. Es por ello que en el siglo XXI el asunto de los pueblos autóctonos se volvió tan importante políticamente. También porque el capitalismo mundial no tiene límites y sigue prefiriendo, indiferente frente a las verdades evidentes, desforestar, por ejemplo, en vez de preservar las zonas del planeta aún no explotadas industrialmente y así exterminar definitivamente a quienes han sobrevivido a las masacres del pasado destruyendo su forma de vida.
Se comprende inmediatamente que las independencias no se integran a la misma temporalidad, e incluso pueden a veces parecer epifenomenales, con respecto al tiempo largo del equilibrio de poder y de la disimetría, de la explotación y de la hegemonía. Estas, que en un principio fueron externas, fueron internalizadas al punto de que cada país posee hoy en día, si se puede decir, su propio norte y su propio sur. Tal es el caso de Brasil, donde la Amazonía es la figura misma de un sur que limita, obstaculiza la expansión del norte, de sus cañones, de sus normas y en especial de sus intereses. En el norte los conglomerados, en el sur los aglomerados. Así, el pasado es difícil de pasar. Desde el punto de vista objetivo, se está reproduciendo –aunque sea en parte. Desde el punto de vista subjetivo, su transmisión, tan fuerte que hace perdurar el arte –como en el caso de la música– y la religión –como en los casos del vudú, la santería, el candomblé–, contribuye a triplicar el presente. Por tanto, hay que diferenciar el presente del pasado, el presente del presente, el presente del futuro.
La historia y la memoria están volcadas hacia el presente del pasado (relato). La política hacia el presente del futuro (promesa). El arte, la literatura y la filosofía hacia el presente del presente. Borges lo entendió tan bien que se definió como el hacedor, el que hace. Ya que solo se puede actuar en el presente. El presente es el tiempo de la acción. De la victoria y de la derrota, de los vencedores y de los vencidos. Pero también no de los invencibles, sino de los imbatidos. Es con ellos, por decirlo de alguna manera, que se origina la decolonización. Cuando un Césaire, por ejemplo, compone su Cuaderno de un regreso al país natal, muestra la imposibilidad radical de encontrar un lugar de origen. No se vuelve sobre sus pasos: el exilio es definitivo. Ello se entiende históricamente para toda población (incluso todo pueblo) y para toda persona que haya abandonado el «país natal». La escritura es una forma de vencer el exilio: invento de la «negritud». En cierto sentido, descolonizar no es acabar con el presente del pasado, sino ser capaz de empezar, lo que da lugar a la idea de una revolución, al «programa de desorden absoluto» (Fanon).
Estos imbatidos, desgarrados por la diversidad de los mundos y por la pluralidad del presente, solo lo están si se sitúan en la cresta del entre-mundos y del presente del presente: aquí y ahora. Para ello, el juicio de los «poderes» está lejos de ser suficiente. La creación y el invento, aquí vectores de la decolonización, no se derivan del resentimiento. La decolonización es un trabajo sobre «sí mismo» más que una lucha contra «el otro». Ello no significa que las reivindicaciones de igualdad material y simbólica estén fuera de lugar. Porque el invento de los «enemigos internos» no es un privilegio de los europeos de Europa. Creo que la transfiguración del presente del pasado en presente del presente pasa por el fantasma y la alucinación. The Tears of Bananaman, del martiniqués Jean-François Boclé, es una forma de enterrar dignamente a las víctimas de la masacre de los trabajadores de la United Fruit Company en 1928 en Colombia. Cientos de cadáveres fueron tirados al mar. Su instalación deja podrir un hombre conformado por bananos escarificados (en francés, en inglés, en español). Sus residencias en Colombia y el cambio de territorio (como decimos en francés : «cambiar de territorio» un asunto judicial para que no dependa de otro) influenciaron fuertemente su trabajo artístico.
La extensión de la colonialidad hoy en día solo tiene de igual la intensidad de las circulaciones coloniales de ayer. Cierto tipo de relacionamiento con el «otro» prevalece, correlativo a cierto tipo de relacionamiento con el «mundo». Y por lo tanto «consigo mismo». Este relacionamiento fue nombrado «racionalidad». A este respecto, solo hay «razón» bajo la condición de la deconstrucción total de lo que fue expuesto como tal. Es por ello que ninguna decolonización puede ser considerada parcialmente. Cuando es local (museo, arte, literatura, filosofía, etc.) adquiere sentido pleno. La importación de métodos coloniales de Europa a Europa produjo por efecto boomerang una crítica justificada de la razón como ideología. En cambio, la colonialidad solo puede ser abolida en cuanto se rasga, se deshace en pedazos sin que se pueda anticipar lo que emergerá como resultado de la acción. En cualquier caso, cuando hay decolonización, esta se manifiesta mediante el olvido práctico, activo, de las prácticas, pensamientos y representaciones coloniales; lo que, por supuesto, supone que podrían, por cualquier medio, el del arte, la literatura, la filosofía, ser identificados como tales. Para saberlo, hay que estar atento a la toxicidad, porque quien dice colonización, colonia o colonialidad dice toxicidad. Es la razón por la cual concibo las obras simbólicas como remedios reales. Porque del orden del discurso colonial surgen las voces y la palabra. De ellas, no hemos estimado aún todo su efecto.