Monumentos performativos
Mechtild Widrich
Hay un aforismo de Robert Musil, impreso en sus Papeles póstumos escritos en vida de 1936, según el cual “no hay nada en el mundo tan invisible como los monumentos”. Sencillamente, ignoramos las esculturas monumentales tradicionales en el espacio público. Las estatuas de grandes héroes y de poetas famosos se tornan misteriosamente silenciosas. Peor aún, arrojamos a los muertos famosos a un océano de olvido con una piedra alrededor de sus cuellos. El texto de Musil, pero especialmente esta frase, es citada a menudo en defensa del arte contemporáneo de participación. El breve texto, que fue presentado por primera vez en una charla el 10 de diciembre de 1927, hace énfasis en la necesidad de atención que tienen los monumentos por parte de una audiencia. Esto se debe a que la audiencia es, precisamente, hacia donde están dirigidos los monumentos. La labor de estos lugares u objetos según Musil, es impulsar la conmemoración, “captar nuestra atención y dar a nuestros sentimientos una dirección devota; y en esto, su principal objetivo, los monumentos siempre fracasan”. Musil ve la función del monumento como de carácter social en todo sentido, una función que ha sido opacada por la atención puesta en unos pocos grandes monumentos artísticos del pasado.
La narración literaria de Musil coincide de cierta forma con los esfuerzos de la vanguardia arquitectónica de los años treinta, desde el modernista conservador Peter Meyer hasta el fundador de CIAM (Congreso Internacional de Arquitectura Moderna) y tecnófilo, Sigfried Giedion. Estos críticos suizos iniciaron un debate internacional sobre el estatus de la monumentalidad, esperando producir una alternativa a la pseudo-monumentalidad del fascismo y el estalinismo, una nueva forma de monumentalidad que respondiera a las necesidades de las comunidades, no de los gobiernos. Quizás sea más conocido el manifiesto de Sigfried Giedion, Fernand Léger, y José Luis Sert, quienes habían diseñado el aclamado Pabellón Español en la Exposición Universal de París en 1937. En 1943, Los nueve puntos de la monumentalidad, y La necesidad de una nueva monumentalidad de Giedion, abogaban por los espectáculos y el dirigirse a la comunidad a través de festividades, entre otros, con el propósito de crear una esfera social con significado. En los círculos arquitectónicos, el debate persistió por una década: en 1948, el Architectural Review realizó un simposio bajo el título “En busca de una nueva monumentalidad”. A pesar de lo prominente que fue esta discusión dentro de la arquitectura, pasó desapercibida en los círculos artísticos. La arquitectura se volvió una práctica artística importante en los sesenta, sin embargo, tanto en el discurso abstracto de la experiencia espacial minimalista como en el rumor de una esfera pública vagamente amenazante. La monumentalidad de la arquitectura, de los edificios estatales como instituciones encarnadas, representaban la autoridad en general. Los artistas empezaron a experimentar con aspectos históricos y sociales del espacio público, repensando su papel en la producción y mediación de Öffentlichkeit (lo público). A menudo utilizaron su propia presencia en los espacios para generar tropiezos en los cables ocultos de poder que identificaban en la arquitectura monumental. El punto de inflexión fue a comienzos de los setenta, cuando una retórica contra-cultural revolucionaria en torno a una presencia física se fue enfriando hasta crear trabajos que experimentaban con una colaboración entre acción y mediación.
“Experiencia” es la palabra clave de la década, empezando por la crítica estadounidense Lucy Lippard, quien al preguntarse qué hace que el arte en el espacio público sea verdaderamente público, insistió en la importancia de la integración de las comunidades.5 “Lo que se requiere es una difusión, no hacia abajo, sino hacia fuera, de un arte que se eleva desde la experiencia de la gente que está viviendo con él, y no un arte impuesto de manera paternalista desde arriba”. Lippard reaccionó contra el llamado Plop-Art, particularmente el nuevo establecido Public Art Fund en Nueva York, que comisionó, por ejemplo a Alexander Calder, cuyos seres de acero soldado parecían ser en ese momento una invasión hostil del arte moderno por parte del capitalismo. El discurso alemán del momento no era muy diferente. Los más directos teóricos de la esfera pública, Oskar Negt y Alexander Kluge, fusionaron el marxismo utópico con una creencia en la movilización de los medios masivos –Kluge fue un cineasta comprometido con cambiar la forma de producir cine y televisión en la República Federal. Esto significaba que, como Lippard, ponían cuidadosa atención al arte público tanto en el sentido del arte en el espacio público, como en el arte como brazo del Estado. En efecto, la primera película de Kluge fue un documental sobre la arquitectura nacionalsocialista titulada Brutalidad en piedra. Su libro, Esfera pública y experiencia, una respuesta al libro de Jürgen Habermas Historia y crítica de la opinión pública de 1962, discute la construcción de la esfera pública en términos de experiencias ligadas a las clases sociales, algunas de las cuales abrieron camino a la historia, dado que una experiencia colectiva se produce con el tiempo. Hay un apéndice interesante sobre monumentos en el libro de Negt and Kluge, titulado programáticamente, “La esfera pública de los monumentos. Esfera pública y conciencia histórica”. El subtítulo indica las expectativas del arte público y el modelo a través del cual se debían llenar; más exactamente, la construcción de esferas públicas alternativas en las cuales la experiencia proletaria pudiera encontrar un lugar. Los monumentos se perciben en esta obra como coercitivos, tal como lo manifiesta Musil, además de ineficientes. Sin embargo, a diferencia de Musil, Negt y Kluge no pueden pensar en ningún monumento contemporáneo que funcione, de manera que acuden a la edad de oro del constructivismo ruso para dar un ejemplo positivo. Su ideal es representado por una fotografía del modelo de Vladimir Tatlin para el Monumento de la Tercera Internacional.
Dentro del espíritu de 1968, Negt y Kluge insistían en que un monumento debe estar anclado en el presente e involucrar a la audiencia a través de los sentidos. La “experiencia”, como una categoría dominante de la conmemoración, había sido central desde antes, en las sociedades post-revolucionarias: tanto los franceses como los rusos habían escenificado meticulosamente banquetes, recreaciones históricas, procesiones y otras formas de conmemorar sus eventos revolucionarios a través de la experiencia. No es tan importante que el pasado sea representado de manera precisa como que los participantes se comprometan políticamente mientras lo representan. Este modelo performativo de un encuentro entre la gente ha sido asumido de manera más prominente en la estética relacional, tal como fue teorizada por Nicolás Bourriaud en 1990. Reproduzco aquí la más concisa definición de Bourriaud:
“(Arte) relacional: un conjunto de prácticas artísticas que toman como punto de partida teórico y práctico la totalidad de las relaciones humanas y su contexto social, en lugar de un espacio independiente y privado”.
El ejemplo más conocido de Bourriaud es el trabajo de Rikrit Tiravanija en el que cocinó en una galería. Pero lo más interesante para el contexto aquí es cómo Bourriaud lucha contra el monumento: “El arte del tiempo presente no tiene motivo para estar celoso del monumento clásico en lo que respecta a un efecto a largo plazo”, insiste, y llama las instalaciones de Félix Gonzáles Torres “monumentos contemporáneos”, al tomar el trabajo fragmentado y caleidoscópico de la nueva monumentalidad. En palabras de Bourriaud, “la conmemoración de eventos, la continuidad de la memoria, y la materialización de lo intangible”. Esta apropiación ambivalente de lo monumental debe llevar a que nos preguntemos si el arte relacional está verdaderamente preocupado con situaciones efímeras en el espacio social ‘real’. “El arte es un estado de encuentro”, argumenta Bourriaud, pero los encuentros reales están delimitados y, en un contexto artístico, son por lo general insulares. Para enfocarse en “toda la experiencia humana”, una intención universalista con respecto a la experiencia de otras personas (tal como la que tienen los monumentos, o al menos que intentan tener y fracasan), es necesaria. Es como en una alegoría, por medio de catálogos e imágenes –y un libro de cocina– que esta intención de Tiravanija hace honor a asuntos más amplios de migración e intercambio no-capitalista y deja de ser arte al servicio de galerías y profesionales del museo.
La experiencia monumental, entonces, no depende enteramente de estar ‘presente’. Si Bourriaud y Tiravanija parece que cuelan el monumento por la puerta de atrás a través de representaciones de relaciones sociales que únicamente pueden ser retrospectivas, los monumentos de hoy a menudo exhiben un carácter de evento. Su nuevo ‘espacio’, es el tiempo. Son temporales, pequeños, “precarios”, “involucran”, actúan ‘sobre’ e interactúan ‘con’ sus audiencias. Estos desarrollos son impensables sin los artistas del performance de los años sesenta y setenta, tales como VALIE EXPORT y Jochen Gerz, quienes a través de sus acciones disruptivas trabajaron las relaciones de poder condicionadas por el género en la esfera pública. EXPORT no solo hace visibles dichas relaciones de poder; retira la autoridad volviendo a trabajar los documentos del performance dibujando diagramas sobre ellos, señalando y al mismo tiempo estabilizando aquello que ella percibe en el documento fotográfico– lo cual se convierte en una pieza que perdura [Touch Cinema]. No es un hecho muy conocido que EXPORT diseñara monumentos más adelante, como por ejemplo el espacio de memoria del Holocausto en Viena –la convocatoria la ganó Rachel Whiteread, pero el diseño de EXPORT es interesante porque delega un performance de la historia a la audiencia. Está concebido para que caminemos a través de un túnel. Un lado del túnel es de piedra negra y el otro de vidrio. El acto de recordar se vuelve evidentemente público, así como se hace pública la parte que le corresponde a la audiencia asumir, tal como en la tumba de Marie Christine de Antonio Canova en la iglesia cercana. De forma similar, muchos de los llamados contra-monumentos de los ochenta trabajan con un modelo performativo que delega –con frecuencia a la conciencia histórica activa, para dirigirse al público de forma individual– tal como lo reflejan los cambios en la noción de la historia desde el quiebre posmoderno de las narrativas históricas dominantes. Mi punto es que la participación y la arquitectura están interrelacionados en muchos niveles aquí. Que el performance es un buen modelo para comprender cómo la acción implica una configuración de la historia para el futuro –para una audiencia futura que mira las fotografías– y que tanto la interacción como los monumentos no solo vuelven activos a los miembros del público, sino que también crean encuentros históricos que son parte de la manera como percibimos las historias de los lugares o sus narrativas.